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El pasado mes de diciembre, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, presentó un ambicioso plan para convertir a Europa en el primer continente climáticamente neutro para el año 2050. Este plan, llamado Pacto Verde Europeo (Green Deal), vio «luz verde» la pasada semana en una votación de la Eurocámara que salió adelante con 482 votos a favor, 136 en contra y 95 abstenciones. Esta aprobación fija, como «meta intermedia», el año 2030, para cuando las emisiones se habrán tenido que reducir en al menos un 55% respecto a las mediciones de emisiones obtenidas en 1990 en el territorio de la Unión Europea.
La base de este Green Deal es la del crecimiento socio-económico basado en el cambio del modelo energético europeo. Tal y como informa la propia Comisión Europea en su web, el Pacto Verde Europeo «debe permitir que las empresas y los ciudadanos europeos se beneficien de una transición ecológica sostenible «. Para ello, las instituciones europeas plantean una serie de actuaciones que van » desde una reducción ambiciosa de las emisiones a la inversión en investigación e innovación de vanguardia, a fin de preservar el entorno natural de Europa «. Para lograr esto, el ejecutivo europeo ha centrado su plan climático fijando varios objetivos más ambiciosos en materia de eficiencia energética y energías renovables, fijando cotas a alcanzar por cada estado miembro.
Así, la Unión Europea pretende atajar el cambio climático. Un problema que, según sus cifras, el 93% de los europeos considera «grave», para el que el 93% de esos ciudadanos ha realizado al menos una acción para combatirlo; y que el 79% de la ciudadanía está de acuerdo en que servirá de oportunidad para propiciar la innovación tecnológica.
La hoja de ruta fija como metas a alcanzar la neutralidad climática del continente europeo para el año 2050 a través de la descarbonización de la energía (la producción y el uso de la energía representa más del 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero de la Unión Europea); la renovación de los edificios, ayudando a reducir sus facturas y uso energético (el 40% del consumo ciudadano energético se corresponde a los edificios); la ayuda a la industria europea para convertirse en líder mundial de la llamada economía verde (actualmente el uso de materiales reciclados en la industria es tan solo del 12%, siendo la industria el foco del 20% de las emisiones totales en territorio comunitario); y el impulso de la movilidad sostenible a través de sistemas de transporte público y privado más limpios, baratos y sanos (el transporte representa el 25% de nuestra emisiones nocivas a la atmósfera).
Además de la propia Von der Leyen, que ve este acuerdo verde como una «nueva estrategia de crecimiento que contribuirá a reducir las emisiones, así como a crear puestos de empleo»; Frans Timmermans, Vicepresidente ejecutivo de la Comisión Europea, ha querido hacer hincapié en los beneficios que esto generará tanto al medio ambiente como a la sociedad europea. «Proponemos una transición verde e integradora para ayudar a mejorar el bienestar de las personas y legar un planeta sano a las generaciones vendieras», aclara.
Este nuevo marco climático representa una oportunidad de crecimiento para las industrias energéticas y auxiliares europeas, así como una mejora en la calidad de vida de los ciudadanos del viejo continente. Es por esto que El Pacto Verde Europeo ha llegado con cuatro grandes compromisos que vertebran su estrategia.
Todos estos compromisos se atajarán desde la descarbonización de la economía comunitaria a través de la priorización de las energías renovables y mediante la modernización de las infraestructuras, así como la promoción de la eficiencia energética.
Pero, como es evidente, todas estas medidas requieren de un presupuesto para llevarse acabo. Es por eso que la Comisión Europea ha preparado el llamado Fondo para la Transición Justa que, durante los próximos siete años, dispondrá de 7.500 millones de euros a las economías europeas, siendo la asignación según su dependencia de los combustibles fósiles. Estas cifras podrían multiplicarse hasta los 100.000 millones de euros según los cálculos del propio organismo supranacional; que aclara que a cada euro asignado por cada país, ese estado miembro debe asignar a su vez una partida de sus fondos públicos. Ejemplo es el de España, país miembro al que, según el reparto establecido por la Unión Europea, corresponden 302 millones que acabarían por ser más de 1.300 millones de euros capaces de movilizar más de 4.000 millones.
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